Hace muchos años leí un libro de Robert D. Kaplan que llevaba por título «Invierno Mediterráneo». La obra no es ni mucho menos la mejor del autor norteamericano, pero sin quererlo dejó una impronta huella en mí: «Se han recogido los toldos de las terrazas y ya no quedan turistas, de manera que el clima frío y húmedo lo transporta a una época dorada. Un libro lleno de historia y recuerdos, no sólo del autor sino de toda la humanidad». Sin duda que son unas hermosas palabras que invitan a la lectura y a partir.
Kaplan nos recuerda un viaje de juventud en el que decidió viajar fuera de temporada para encontrarse con infinidad de enclaves de tan rico mar. El gran viajero abrazaba la historia y realidad de muchos enclaves que hibernaban mientras esperaban que llegara la temporada alta con la que hacían (nunca mejor dicho) su agosto particular. Poder disfrutar del viajar de forma tranquila y pausada sin encontrarse con los millones de turistas que acuden cada verano a tan histórico mar. Aquel libro siempre lo recordaré porque me dejó un chispazo de curiosidad para desear acudir al Mediterráneo en invierno y tratar de evitarlo con sus costas masificadas del verano.
Viajar en invierno se convierte generalmente en una grata experiencia, y el hacerlo por las costas del Mar Mediterráneo resulta muchas veces memorable ya que casi siempre sigue brillando su inimitable azul del cielo y los mágicos coloridos de sus aguas.
Desde que tengo uso de razón acudo al mar en invierno, siempre lo hice con mi familia en los numerosos y hermosos pueblos de costa que bañan el Mar Cantábrico en mi Asturias natal. Quizá la atracción por el mar en invierno se deba a que no me siento cómodo entre las multitudes, pero también se puede deber a que el encuentro invernal con el océano me parece algo mucho más salvaje, íntimo y personal.
En las ocasiones que he vivido en el Mediterráneo siempre que he podido me he escapado en invierno a disfrutar de la apariencia calmada y relajada que tienen sus costas fuera de la temporada. De lugares como el Cabo de Gata en Almería guardo inmejorables recuerdos en agradables y calmados fines de semana invernales. Mi relación con el Mediterráneo es confusa, adoro su rica historia y muchos de sus enclaves, pero detesto las masificaciones del verano y soy enormemente crítico con el destrozo urbano y paisajístico que se ha producido en infinidad de lugares.
Una escapada a Ibiza era una excusa perfecta para huir de la jungla urbana de Barcelona (otro día hablaremos de ella) y sacar fotos invernales a una isla de sobra conocida en todo el mundo. Debo decir que nunca he tenido el más mínimo interés en pisar Ibiza en verano, siempre he sido indiferente a su ambiente estival con sus famosas fiestas discotequeras, los guiris borrachos , los precios desorbitados o el famoseo que inunda sus enclaves playeros.
Por decirlo de alguna manera, soy alérgico a ciertos ambientes y por lo tanto el ir en invierno era sin duda una forma perfecta para un primer contacto con tan hermoso lugar.
Una de las cosas buenas de vivir en ciudades como Barcelona o Madrid es la cantidad de vuelos de bajo coste que uno puede encontrar en horarios razonables de fin de semana, se vuelve posible eso de irte al final de la tarde del viernes para volver el domingo de noche. Un horario perfecto para desconectar y salir del mundanal ruido que cada vez detesto más en Barcelona.
Ibiza me recibía a oscuras con unos escasos 10 grados de temperatura, algo que obviamente dista mucho de los guarismos por los que la isla es conocida. Estar en la isla en pleno mes de Enero con bufanda y cazadora era algo que sin duda me divertía y agradaba.
La primera mañana pude despertarme con el brillo del reluciente sol que entraba por la ventana para llegar poco a poco a mi rostro. Salir a la calle al amanecer fue darme de bruces con un precioso azul en el que el color del mar jugaba con los destellos del cielo.
La constante de caminar por la parte vieja de Ibiza era encontrarme con la mayor parte de sus calles vacías, acompañado por la agradable brisa del mar y la belleza del famoso y eterno azul del Mare Nostrum. Caminaba por un casco viejo desierto donde el hermoso blanco de las viejas casas va acompañado por diversos colores en el que un hermoso azul predominaba sobre los demás.
Puertas y ventanas con bellos colores me recordaban el lugar en el que me encontraba. Las estrechas callejuelas desiertas me mostraban negocios en un merecido descanso tras un atareado verano que desde hace tiempo quedaba atrás.
Caminaba relajadamente por calles desiertas y disfrutaba del enorme placer de pasear y poder escuchar tan preciado silencio…
Hoy la cita es: “Me gusta el Mediterráneo porque para mí es navegar por la historia. Echas el ancla a la vista de un templo romano, buceas junto a un fragmento de ánfora fenicia, los dioses viven por aquí, se pueden ver esos atardeceres homéricos… es la felicidad.” Arturo Pérez-Reverte