Hoy he recordado algunas de las palabras de la contraportada de un libro llamado «Los viajes». La obra aglutina tres libros del gran viajero y escritor Bruce Chatwin, sin duda uno de los últimos grandes mitos y referentes de la literatura viajera. Lo que me llevó a recordar aquellas palabras era lo que decía sobre la polivalencia y capacidad de Chatwin de estar con gentes de todo tipo de condición, desde los aldeanos de un poblado africano a los aborígenes de Australia o a los comercializadores de arte en la elitista casa de subastas Sotheby’s.
El propio Chatwin nos decía aquello de que “todos necesitan del acicate de una búsqueda para vivir; para el viajero ese acicate reside en cualquier sueño”.
Y es precisamente en ese espacio difuso y totalmente irracional de búsqueda donde los viajes se cruzan con los sueños. El viaje nos golpea de lleno en lo más hondo de nosotros mismos para alcanzar un nirvana de exaltación de la vida donde el encuentro con el OTRO se convierte en parte básica de la experiencia y del aprendizaje. A veces he dicho a algunas de mis amistades que la mejor terapia que conozco es agarrar la mochila y largarse de viaje. El sentimiento de libertad provoca un cataclismo que sirve como catarsis contra muchos de los problemas que sacuden nuestra vida. El ver nuevas tierras y encontrarse con otras gentes hace que de una forma intensa y real seamos conscientes y tomemos perspectiva de casi todo.
El viaje tal y como yo lo siento es un buen catalizador que ayuda en muchos de los necesarios procesos de cambio que acontecen durante nuestra vida.Los encuentros con realidades sociales mucho más complejas y problemáticas hace que valoremos todo lo que tenemos desde su verdadera dimensión.
Hay muchas veces en que ves avanzar los días de la semana y una cierta rutina salpica mi vida cuando me veo recorrer las mismas calles y cruzarme con los mismos rostros. Cuando el tedio de la linealidad me salpica es cuando me paro a reflexionar y cierro los ojos para recordar momentos y experiencias vividas.
En esos momentos que a lo mejor se pueden llamar melancólicos es cuando puedo sentir un cosquilleo en mis entrañas y recuerdo en calma la grandeza de aquellos viajes pasados y los encuentros que en ellos se dieron. Pero también alejo los fantasmas pensando en las sorpresas de las futuras aventuras que me aguardan cuando decida volver a ponerme la mochila al hombro.
Sobre todo pienso en el toque humanista del viaje con esos encuentros casuales e inesperados que me ayudaron en muchos de los caminos recorridos. A veces y sin quererlo me salpican pequeños chispazos que aparecen y desaparecen cuando menos me lo espero. Son como llamaradas que encienden espacios de mi corazón que creía dormidos o que se mantienen ocultos en el discurrir diario.
A veces veo como aparecen y desaparecen aquellos rostros que me acompañaron y aparecieron en los viajes. Hoy he pensando en varios de aquellos encuentros, rostros de los que por casualidades de la vida conservo fotos como las de aquellos niños de Nepal e India o la amabilidad de todos los estudiantes chinos que me ayudaron para conocer la nueva realidad de su país. Pero también pienso en aquellos rostros que solamente son un recuerdo, como el de aquella entrañable mujer rusa en aquel tren del Transiberiano con el que atravesaría la inmensidad de Rusia.
El bueno de Manu Leguineche dijo aquello de que el viaje debería hacernos más humildes y que lo realmente importante del viaje no eran los paisajes, lo que de verdad importaba eran los paisanajes. Acoplado a esas mismas sensaciones resuenan las palabras de Manu y de otros grandes viajeros humanistas con los que me he educado a lo largo de la vida.De todos ellos también aprendí como ese afán de conocer y encontrarse con el Otro. Sin quererlo aquellos encuentros formaban quizá la mejor forma de conocernos a nosotros mismos y valorar el viaje con la grandeza humanista que siempre ha tenido.
Ahora, recién acabado el último libro de David Jiménez es cuando pienso en aquellos lugares que fueron el lugar más feliz del mundo cuando pude apreciar la grandeza de nuestros semejantes. Y en esos momentos es cuando me encuentro de lleno con algunos de los rostros que me llevaron a seguir valorando el viaje como la mejor escuela de vida.
Cierro los ojos y de nuevo me vienen a la mente algunos de los rostros que se fueron apareciendo en aquellos vagabundeos por el ancho mundo. En un domingo de reposo como el de hoy es cuando me siento y veo enfrente a una pared llena de postales del mundo que fueron depositados en destartalados buzones o en decrépitas oficinas de correos. Y es precisamente en estos momentos cuando me salen chispazos de aquellos caminos recorridos y veo como sin quererlo también se alumbran los nuevos por recorrer.
Ahora, desde el relativo confort de mi casa es cuando me embargan algunos de los recuerdos y emociones que pude sentir en algunos de los rincones de nuestro planeta. Siento añoranza de la aventura, de lo desconocido y de los encuentros con otras gentes que me han ido regalando lo mejor que guardan los seres humanos.
También es ahora cuando recuerdo gratas conversaciones como la que se producía en aquel agradable hostel de Wuhan en el centro de China que precisamente era un cruce de caminos. Allí me encontré con aquel gran viajero norteamericano con el que hablaba de lo efímero y grande que podían ser algunos de los encuentros.
Breves contactos entre seres humanos que durante minutos, horas o días nos iban acompañando en el camino, pero que desaparecían dejándonos a lo sumo huellas o fotos que inmortalizaron para siempre aquel breve pero intenso encuentro….
Hoy la cita es: “Los viajes enseñan la tolerancia” Benjamin Disraeli