Aprovecho y tomo prestado el titulo del famoso libro de Eduardo Galeano «Las venas abiertas América Latina» para escribir el presente post y seguir avanzando a través de las entrañas de un viaje que avanza rumbo a un To be Continued que será pronto.
Dejo atrás Skopje y voy rumbo a una ciudad de Ohrid que es famosa por su lago y por el encanto de sus callejuelas y sus excepcionales vistas. Estoy en la estación de bus y como en otras estaciones de otras partes del mundo me siento a observar y a tomar notas de algunas situaciones que veo.
Por delante van pasado algunas de las diferencias de los Balcanes, hermosas mujeres eslavas de piernas interminables, hombres musulmanes con su gorro tradicional, estudiantes que podrían ser vecinos de mi barrio , mujeres con fardos y una anciana que pide limosna. Mientras miro a todos ellos mi mirada se cruza sin quererlo con la de una joven y sus innumerables maletas que son parte del bagaje de una familia numerosa que le sigue.
Todo ese sencillo deleite de vida va pasando delante mientras mi mochila sirve como reclamo de miradas indiscretas y de la innata curiosidad de algunos niños y abuelos que están a mi alrededor.
Mientras espero el bus, tomo notas de algunas cosas que he visto y sentido en los últimos días. Sin saber muy bien el por qué, pienso sin quererlo en todo lo que me lleva a volver cada cierto tiempo por los Balcanes. A lo mejor es la Historia con mayúsculas, la necesidad de comprender una parte de Europa que a pesar de la cercanía geográfica parece demasiada alejada. Y siempre, al final recuerdo y me gusta ver de primera mano el enorme cruce de caminos entre aquellos viejos imperios que todavía siembran una buena parte de las disputas y recelos territoriales de la vieja Europa del Este.
La mayor parte de las ocasiones simplemente me siento a reflexionar y a intentar razonar para llegar a las conclusiones de que lo que en verdad me gusta es sentir los contrastes y la enorme diversidad de unos fascinantes países que están al lado de nuestra llamada Europa Occidental.
Quizá la incesante búsqueda me lleva a volver y volver para intentar sentir estímulos olvidados en un Occidente demasiado programado y calculador, lugares donde la aventura y la casualidad vienen enmascarados por una uniformidad turística cada vez más evidente. Mientras pienso en todo ello, vuelvo a mirar por última vez a mi alrededor y me monto en otro bus que me irá llevando a nuevos enclaves balcánicos para encontrarme cara a cara con lecciones reales y vivas.
Allí, mientras abandono la ciudad voy viendo como dejamos atrás esos bloques de edificios que reflejan la uniformidad del pasado comunista. Al poco rato nos encontramos en una carretera hermosa que me lleva a recordar y pensar en las horas del bus que me dejó en Pristina. La capital de Kosovo me recibía para unas escasas horas que me sirvieron simplemente como descanso y puente para avanzar a la capital de Macedonia. Mientras daba cabezadas en la estación de bus podía ver y recordar como atravesaba aquellas carreteras que seguían mostrando los recuerdos de un pasado reciente. Organismos internacionales, algunos check points custodiados por militares de rostros cansados y sobre todo la sensación de estar en un terreno de nadie que durante siglos había marcado el devenir y las disputas de los diversos pueblos de la zona.
La complejidad balcánica en su pura esencia, el cruce entre el viejo imperio otomano, con los aires de grandeza de Serbia que bailaba al ritmo que marcaban algunos genocidas. Y de fondo como siempre las disputas territoriales, el recuerdo histórico desfasado y la amplitud de unas diferencias que en muchos casos resultan apenas inexistentes.
Pasaban poco a poco las horas y yo seguía dándole vueltas a todo eso con la mirada perdida y el rostro pegado a la cristalera de un viejo bus. Me deleitaba ante el paisaje que atravesábamos y veía como ciertas cosas debían quedar atrás para seguir avanzando en mis particulares búsquedas de lugares y gentes, pero también de nuevas preguntas y quizá de unas pocas respuestas.
Sin quererlo volvía a pensar en lo que aquel viaje me estaba dando, del bullicio de Estambul a la paz de Veliko Tarnovo, de las playas de Chernomorets a los mágicos enclaves de Transilvania, de la opresión de Ceauscescu en Rumania a la crueldad y despotismo de Milosevic. Todo ello iba llegando a su fin, Ohrid era la penúltima parada del presente viaje por los Balcanes. Pisaba por fin las calles de Ohrid y sentía la calidez de un lugar que a pesar de estar en Octubre todavía olía a verano, a descanso y sobre todo a paz.
Mientras oía la llamada a la oración de la tarde iba avanzando con la inmaculada vista de su precioso lago de aguas cristalinas. A lo lejos de aquellas aguas se veía un horizonte mágico y una tierra desconocida que algún día esperaba visitar: las montañas de Albania. Aquel espectacular atardecer era el perfecto final de un día que llegaba a su fin.
Sobre aquellas cristalinas aguas se volvían a reflejar los mágicos colores de los Balcanes y sin saber por qué pensé en todas las venas que siguen abiertas en una buena parte de la vieja Europa del Este…
Hoy la cita es: «Los viajes sirven para conocer las costumbres de los distintos pueblos y para despojarse del prejuicio de que sólo es la propia patria se puede vivir de la manera a que uno está acostumbrado.» René Descartes